ORIGEN

Del libro “NUEVO VIAJE DE ESPAÑA” de Víctor de la Serna. Prólogo de Gregorio Marañón.
EDITORIAL PRENSA ESPAÑOLA. Madrid, 1959

Capítulo XXI. LOS KRAUSISTAS Y EL HIDALGO

Páginas 140, 141 y 142

Venga ahora lo del Valle de la Libertad. Como ejemplo de la lucha de los castellanos y de los leoneses contra los intentos de feudalismo, la lucha de Laciana es uno de los más brillantes.

El valle de Laciana era valle de realengo. Sus habitantes eran libres y sólo dependían del Rey. A la sombra de la debilidad de un Rey al que apellidaban el de las Mercedes (Enrique III), el conde de Luna, que tenía un castillo en Barrios de Luna, quiso someter a señorío el valle de Laciana. Las barbaridades que hizo el conde fueron innúmeras. Se le alzaron los hidalgos, los verdaderos hijos de la tierra, los de veinte generaciones de sangre limpia, la gente goda que no se conformaban con menos que un abuelo muerto en la batalla de Clavijo. Los hidalgos defendían la libertad de la tierra e invocaban al Rey. Sostenían lo que es cierto, que ser hidalgo es más que ser noble. El conde, con sus huestes, entre las que había hasta moriscos, asolaba la tierra, derribaba las casas solariegas y hacía huir a los hidalgos a las montañas. Los hidalgos caían sobre las retaguardias de Luna y, en una de éstas, don Ares, señor de Omaña, cayó asesinado a traición.

El caudillo de Laciana fué entonces el noble señor don Pedro García de Buelta, la portada y el palomar de cuya casa aún se conservan en San Mamés, en un rincón arcádico del valle aún respetado por la mina. La lucha fué tremenda. El conde robaba con un desenfreno inaudito, sometía a los villanos y a los hidalgos a todas las vejaciones, pero los lacianiegos no capitularon jamás. Con el recuerdo casi sagrado de don Pedro García de Buelta –a cuya memoria, como héroe de las libertades municipales de España habrá que levantar un día un sencillo monumento –, el Concejo de Laciana, que nunca se apeó a sí mismo el adjetivo de Real, para dar a entender su sóla dependencia del Rey, es decir, de la nación, luchó durante muchos años contra las pretensiones del conde hasta obtener la razón real y consagrar sus viejas ordenanzas, cuya lectura (en un hermoso romance titubeante hacia las formas galaicas, por un lado, y hacia las castellanas, por otro, pero de una gran belleza), conmueve. Las he tenido en mis manos.

Son de ese enternecedor y familiar casuísmo propio de los pueblos que tienen que defenderse de muchas cosas. Del hombre y del lobo, por lo que está previsto que todos los vecinos del concejo cuiden de los “calechos”, es decir, de los caminos encajonados, por donde los pastores empujan al lobo para que caiga en una trampa que hay al final (contaremos dentro de unos días, desde el corazón de los Picos de Europa, cómo es el mayor “calecho” de lobos de la cordillera: el de Valdeón).

Aún conservan como muestra de la actitud defensiva de los lacianiegos contra mil peligros, las viejas casas de labor, curiosísimo ejemplo de arquitectura rural. Son de planta de segmento semicircular: el diámetro del semicírculo tiene una abertura de unos cuatro metros en el centro. Abrazado por el segmento hay un patio, en cuyo centro está el granero, por regla general, en forma de hórreo.

La abertura está hacia el Sur, para defenderse contra el frío y contra el conde de Luna.

El Concejo se ha visto invadido lentamente por una mancha negra: la del carbón. Pero yo no sé qué pasa, que es muy difícil darse cuenta de que está uno en una cuenca carbonífera. El Sil, naturalmente, empieza a ponerse negro, las bocaminas están bien camufladas entre los robles y entre los sauces, que casi parecen entradas a un parque. La naturaleza hace un esfuerzo, hasta ahora brillante, por defender la integridad estética del Valle. El hombre ayuda lo que puede y el invasor (el trabajador de fuera), se va adaptando a esta lucha que acaba de hacer propia. Claro que antes le ha hecho propio a él la lacianiega, que cuida de los más bonitos jardines modestos que uno puede imaginar. Y ¡Dios te libre, forastero, de cortar una flor a destiempo!.

Ya ves, lector, que me ha costado trabajo salir de Laciana. No hay más remedio que vencer el embrujo del “encastramiento”. España es ancha: cada vez más ancha a mis ojos y a mi corazón. Si no te aburres (y si te aburres, avisa, hermano), me acompañarás a Astorga y a Hospital de Orbigo, donde nos esperan cosas hermosas. Y hasta estrafalarias, y luego, a los Picos de Europa. Y luego… di tú, compañero.

San Miguel de Laciana, 4 de agosto de 1953

El anterior texto me lo envió Carmen García del Real González de San Javier (Murcia).

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Federico García del Real Viudes

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